CARLOS GARDEL: GENIO Y FIGURA
Por Rafael Flores Montenegro

Los que le conocieron aseguran que Gardel creció con la canción en los labios. De niño, para acompañarse, se representaba una guitarra con un palo cruzado sobre sus brazos. Cuando al fin pudo tenerla, se convierte en su instrumento preferido a la hora de cantar. A sus guitarristas siempre les llamó “escobas”.
Aprendió a entonar en coros infantiles, en las bambalinas de los teatros líricos, para cuyos artistas Doña Berta Gardès trabajaba como planchadora, en las tabernas atendidas por italianos y en las fecundas ruedas de los payadores criollos.
Mantuvo siempre por delante la curiosidad acerca de las formas del canto y sus ganas de aprender. Ilde Pirovano, actriz de origen italiano, compañera de reparto en la primera película en la que actúa Gardel en 1917, Flor de Durazno, del cine mudo, recordó cómo la fatigaba pidiéndole que le enseñara canzonetas napolitanas.
En ese mismo año Gardel inventa la manera de cantar el tango que a lo largo de su vida deja explícita en centenares de temas interpretados por él. “Yo siento devoción por el tango. Creo en él siempre que se den argumentos reales”, dijo en 1931.
Más tarde, en 1934, ya compositor de la música de sus películas, declaró par ala revista de la Paramount: “Lo primero que hago es compenetrarme bien con la situación, con los motivos que impulsan la acción y sin pensar en palabras, empiezo a tararear hasta que doy con la melodía que juzgo apropiada para la ocasión”.
Se recuerda su sonrisa prodigada al público, apenas presentado en los escenarios. Sosa Cordero escribió: “...De inmediato aparecen, en medio de una salva de aplausos, tres hombres: Gardel, Razzano y Ricardo. Saludan, el primero sonriente, serios los otros...”
La capacidad para imitar a otros artistas, a la vez que para contar cuentos y chistes, tal vez sea la primera gran escuela actoral del Gardel cantante de tangos. Cuenta Armando Defino de las reuniones de amigos con Carlos Gardel en el Café de los Angelitos que “con su gracia inigualable nos mantenía en éxtasis hasta la madrugada, pues no sólo ponía color y arte en sus racontos, sino que los ilustraba alejándose de nosotros hasta la puerta del café, ante la hilaridad incontenible de los parroquianos e, incluso, de los transeúntes que ignoraban el motivo de tanta algarabía”.
En 1915, cuando estaba de gira por Brasil con la Compañía Dramática Rioplatense, Gardel observó en el hotel que el primer actor Elías Alippi comprobaba frecuentemente el bolsillo trasero de su pantalón que estaba asegurado por un broche. Una vez que Alippi dormía, Gardel le registró el bolsillo encontrando, envueltos en un pañuelo, cinco soberanos de oro. Con pericia, le quitó la moneda, dejó dentro el pañuelo y volvió a abrochar el bolsillo. Al despertarse, Alippi comprobó que le faltaban nada menos que los cinco soberanos..., acusó a Gardel que negó su autoría y la cosa quedó así durante años... En Medellín, años después, fallecido ya Gardel, Alippi declaró: “He sido muy amigo de Gardel pero ¿quién que lo conociera un poco no se ha sentido muy amigo suyo?”
El pintor Aníbal Merlo me refiere una anécdota vivida por su padre que fue hombre de la noche porteña, compartida a veces con Carlos Gardel y con Azucena Maizani. Había llevado Aníbal Merlo padre a un amigo suyo llamado Enrique que era apasionado de la obra de Gardel para presentarle al artista. El saludo fue un apretón de manos entre los tantos que se prodigan al fin del espectáculo.
Unos meses después, al volver de una gira europea Gardel realiza nuevas actuaciones. Aníbal Merlo padre va al teatro con su amigo para saludarlo después de la actuación. El amigo le pregunta nervioso si Gardel lo recordará. Aníbal le dice que “desde luego, pues Gardel tiene una memoria prodigiosa...”. Enseguida se adelantó para prevenir a Gardel sobre la broma. Cuando Enrique le saludó, Gardel lo distinguió aparte entre la nutrida rueda que lo rodeaba exclamando: “¡Enrique, amigazo, lo recuerdo perfectamente! Nos vimos un viernes antes de mi viaje a Europa”. Desde entonces Enrique no pudo bajarse de una nube donde confluían la ponderación por la memoria fabulosa de Gardel y su importancia en los recuerdos del artista.
Aníbal Troilo es testigo de una de esas típicas respuestas de Gardel, que ocurre en el instante en que eran presentados. Alguien se acerca a Gardel para decirle que un conocido del ambiente quería saludarle. Gardel no duda: “¡Aire con ése! No hay que avivar a los giles, dejalos que se mueran otarios. Si los avivás, a la larga, te hacen deudor o cornudo”.
Apodos tuvo a mano, para muchos. Para su guitarrista José Ricardo, subidamente moreno, “El Negro”; Guillermo Barbieri, “El Barba”; Domingo Riverol, alto y delgado, “El Flaco”; Francisco Canaro, “El Cana”... Cuando estuvo convencido, al final de su carrera, de que Razzano lo estafaba y que intrigaba en su contra, escribió a su apoderado Defino: “Un mordiscón en el orto con una tenaza caliente al turro de Razzano”.
Perón contaba que en 1931, en el círculo militar donde fue contratado Gardel para una actuación, no pudo conseguir que cantara “¿Dónde hay un mango?”, una letra directamente alusiva a la terrible crisis económica, durante la depresión del 30, bajo la dictadura militar. Perón insiste, intentando crear un pequeño escándalo entre sus pares rivales, colegas del ejército, para finalmente admitir que “con ese olfato animal que le caracterizaba, me dijo: no, no he venido a ofender a los dueños de casa”.
Años más tarde, en 1935, en su gira exitosa por Venezuela, el anciano presidente Juan Vicente Gómez, que llevaba 25 años en el poder, convocó al cantante para una velada en su residencia de Maracay. Gardel, que no podía negarse a la pesada invitación, fue y cantó, entre otros temas “Pobre Gallo Bataraz” que, según se había informado, era del gusto del dictador. Al concluir la velada le obsequiaron 10.000 bolívares que, fuera ya de Venezuela, en Curaçao, Gardel entregó a una delegación de exiliados del régimen.
En el último viaje, testigos que le despidieron en el aeropuerto de Medellín, dijeron que en el avión, tras su ventanilla, Gardel respondía a los adioses con su sonrisa inconfundible.
José María Aguilar, uno de los sobrevivientes, contó que en uno de los instantes previos, cuando el avión ya carreteaba por la pista de forma un tanto insólita, Gardel bromeó: “Che piloto, si esto parece un tranvía de Lacroze”, aludiendo a un tranvía de Buenos Aires con rodamientos algo ruidosos entonces.
Jorge Luis Borges, después de enemistades, socarronerías y denuestos, declaró: “Me dijeron que ese Gardel, a veces, desafinaba a propósito, para que la gente no pensara que era perfecto”.

Texto e imágenes extraídas de “Gardel y el Tango – Repertorio de Recuerdos”
Ediciones De La Tierra. Madrid, diciembre de 2001
ISBN 84-607-3450-1








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